Yo, el jinete sin cabeza

Una día, a plena mañana, llegué. Había miedo. No miedo de que fuera a repetirse, sino miedo de la certeza de que algo así había pasado. Uno de nosotros, uno de los nuestros, muerto. Todos querían saber detalles y nadie tenía uno solo. Éramos muchos, pero hasta ese día su ausencia se sintió ausencia. Para todos parecía un evento que iba a marcar el día entero, o sus vidas; para mí, era sólo el tema del que se habló en la mañana.

Otro día. El miedo tomó vuelo y se sintió otra vez, más fuerte. Otro de nosotros, otro de los nuestros. La preocupación no estaba únicamente en quienes más lo conocían, sino incluso también en quienes lo odiaron. Ya no era urgente hacer algo porque el rumor no se regara, era necesario. Otra vez, para todos parecía un evento que marcaría los días por venir; para mí, sólo el tema del recreo.

Un tercer día, otro de nosotros muerto, otro de los nuestros asesinado. Ya se vivía en segundo plano el miedo a que fuera a suceder de nuevo, el pánico venía de pensar en quién sería el siguiente. Empezaron a llegar menos compañeros y compañeras día con día. Yo, como todas las noches, regresaba a mi casa sin preocupación alguna.

Siguió pasando, siguió pasando hasta desatar un caos. Cada semana, cada día, uno más, asesinado. Sospecharon de maestros, ya que nunca fueron tocados, pero naturalmente siempre tenían una coartada coherente; incluso empezaron a pasar todas sus noches acompañados para tener testigos de su inocencia. No entiendo cómo nadie nunca se dio cuenta de mi tranquilidad con esta situación.

Realmente no sé cómo no se pudieron dar cuenta, ni yo. Era obvio y no lo vi. De no ser por esa cadena corta y plateada que poseíamos el asesino y yo, jamás me hubiera dado cuenta de que somos la misma persona. Fue hasta que recordé su imagen a caballo tocando su cadena corta y plateada suavemente con su mano derecha, mientras tocaba mi cadena plateada y corta con mi mano derecha, que supe que yo lo había hecho. Fui yo todo el tiempo. Asesiné a muchos de los nosotros, de los nuestros, y de no ser por una casualidad, nunca me hubiera enterado.

¡Qué bien que me di cuenta! Pude parar. Pude evitar que me descubrieran.

No me mates, «por favor»

Las personas son más amables cuando están en peligro, y cuando tienes un cuchillo de cocina empuñado, el doble. Nadie quiere convulsionar una situación cuando el desenlace puede ser sumamente insatisfactorio, es comprensible.

La manera en la que las personas actúan con las demás durante esta pandemia es muy complaciente. Claro, no tenemos un cuchillo en la mano, pero nos vemos amenazadores para cualquiera con sólo toser o hablar. Cada persona es un potencial asesino en serie, y por lo tanto existe un interés colectivo por ser amables.

Una vez dejemos de ser considerados una amenaza, es muy probable que inicie nuevamente la exhibición de actitudes prepotentes y envidiosas. Por eso mismo, creo que no nos vendría mal que la pandemia dure hasta que el ser más amables se vuelva un poco más automático.

A veces me imagino una realidad distinta, una totalmente opuesta, en la que existe un virus que nos mata si estamos solos, en la que tengamos que interactuar con personas para no contagiarnos, una que nos acostumbre a vivir entre los demás. Definitivamente sería oro líquido para la observación comportamental.

Mientras tanto, seguiré disfrutando de ese miedo que me tienen las personas, de esa amabilidad que muestran cuando en mí ven una manera inminente de perder su vida.

3

Estaba en el cuarto de un asesino, sí.

Ese cuadro que llevaba a todos lados, era un espejo, un espejo al que le reprochaba si algo había salido mal y con quien celebrara si todo había resultado según lo planeado.

1

Su caminar era inclinado apropósito. Él era bajo. 1.611mts lo más. Caminaba sin ver las ventanas de las casas a su alrededor. Esto último era favorable ya que me permitía observarlo con tranquilidad.

Siempre salía a las 10pm, o antes. Nunca se me ocurrió seguirlo. Bueno, en ese tiempo todavía no. Al regresar, usualmente traía bolsas de diversos restaurantes, imagino que con sobras de sus cenas.

No tenía un estilo fijo de vestimenta. Parecía exponerse a un contexto diferente cada noche. Elegante con traje, juvenil, playa, casual, deportivo. Lo que nunca olvidaba era ese paquete debajo de su brazo.

Era bastante sociable, algunas veces al regresar de madrugada lo hacía acompañado y en su casa permanecía gente a toda hora. Parecía ser un sujeto agradable, con una mente secreta de noche.

2

Llegaba la noche y él estaba despierto. Podía estar dormido, pero estaba despierto. Lo bueno de hacer esas cosas de noche probablemente siempre estuvo relacionado con que la mayoría de ojos estaban cerrados. Así sentía que no lo veían.

Hablaba con alguien, yo lo sé. Así lo indicaba su lenguaje corporal cada vez que veía su silueta a través de la ventana. Sin embargo, nunca vi a esa otra persona, en años. Nunca salía.

Él salía todas las noches. Llevaba siempre un paquete, como un sobre de manila grande, del tamaño de un cuadro. Imagínense La Gioconda cubierta en papel color café claro. Pero a pesar de ser indudablemente un objeto inanimado, no parecía así. Más que llevar algo, daba la impresión que eso era su compañía.

Lo cuidaba. Lo llevaba debajo de su brazo, lo protegía de la lluvia, y a veces, juro haber visto como le hablaba.

Siempre regresaba de madrugada con el paquete intacto en el mismo lugar.

No es lo mismo llamar al Diablo, que verlo

Conozco a alguien que conoce a la muerte. Yo por mi lado, he tenido dos encuentros con el Diablo: el primero se dio uno de los días que he estado más cerca de perder la vida, el segundo, una noche en la que ya la había perdido y estaba recuperándola.

El 30 de diciembre de 2006, iba en carro hacia mi casa. En donde se cruzan la calle Bernal y la Toluca, la falta de agilidad al volante de un hombre de más de 80 años impactó sobre mi carro, el cual giró un par de veces antes de detenerse, destrozado.

En pocos minutos minutos tuve cientos de personas a mi alrededor, todas presenciando incrédulas cómo un repartidor de Coca-Cola me sacaba por una ventana rota del carro mientras yo les indicaba con mis dedos pulgares el estar en perfecto estado.

Cuando las emociones del evento habían reposado, me pare para apreciar la escena, y fue ahí cuando sin saberlo inicié una conversación con él. Una figura humana que no había entrado en mi campo ocular hasta entonces, me llamó y mientras daba unos pasos atrás para alejarse de la escena, directamente me dijo: “Hey, vení, vení.” Yo fui.

Despidiéndome con la mirada de mi carro, escuché sus consejos. Me dijo que mirara al anciano, que estaba siendo interrogado por la policía y que luego me vendrían a interrogar a mí. Que cuando lo hicieran y me preguntaran sobre mi estado de salud, les respondiera que me había golpeado la cabeza, que me dolía, que no podía ver bien, y si es posible, que cojeara. Me dijo que así castigarían al anciano que golpeó mi carro.

Le dije que sí. Cuando te dan un mal consejo hay que aceptarlo en palabra, más nunca en acción, esa es la regla con los malos consejos. Al llegar la policía les dije que estaba en perfecto estado. Al buscar con la vista al hombre que me había aconsejado, no lo encontré. No pude verlo y se distinguía fácilmente: Un hombre en sus 30. Zapatos, pantalón y camisa iguales: completamente negro, de vestir, planchado y lustrado. Su pelo negro peinado completamente para atrás con notable gel.

La segunda vez, estaba en la etapa de recuperación más crucial de mi vida, escapando satisfactoriamente de un cuadro diagnosticado de Trastorno mental y del comportamiento debido al uso de sustancias psicoactivas (F10 a F19), provocado por mi adicción a la cocaína. Estaba haciendo fila para entrar al baño de un bar donde estaba tocando un amigo y su banda.

Cuando por fin salió la persona que estaba dentro del baño, me dijo entre sonrisas y expresiones de enojo: ”Cuidado con lo que te dejé ahí”. Al entrar, estaba encima del tanque de agua del inodoro una bolsa muy pequeña con un poco de cocaína adentro. Me quedé petrificado viéndolo, con la mente en blanco y mi expresión facial y corporal lo comprobaban.

Un amigo que entró también a lavarse las manos, tomó la bolsa, dijo: “Botá esa mierda.” Y la botó en el inodoro. Al salir del baño y mientras caminaba hacia la mesa, busqué a la persona que me había dejado ese regalo y no lo pude encontrar, a pesar de que se distinguía fácilmente: Un hombre en sus treinta. Zapatos, pantalón y camisa iguales: completamente negro, de vestir, planchado y lustrado. Su pelo negro peinado completamente para atrás con notable gel.

En ese momento me hizo sentido la frase de Parnassus: “In times like these, the Devil is never far away.”

Probablemente el Diablo quiso arruinar mi vida dos veces. Lo escuché y no le hice caso. No he llegado al punto en el que tome té con él, así como la persona que conozco hace con su amiga la Muerte, pero no quiero. La muerte es buena, el Diablo no.

La locura como alternativa a la cordura

Ambos sabemos que los genios tienen mucho en común con los locos, y es porque ambos hacen lo necesario para llevar a la acción las ideas más excéntricas que se les puedan ocurrir. El genio, gozando de lucidez extraordinaria pasa por encima de los comportamientos conocidos o tradicionales con tal de materializar sus ideas con éxito. El loco, totalmente desconectado de la realidad, tiene comportamientos fuera de lo común ya que no tiene la más mínima referencia de las normas sociales y culturales que lo rodean.

Es una tarea difícil diferenciar a un loco de una persona altamente creativa, ya que su comportamiento suele ser similar. En 20171, dos psicoanalistas Jungianas identificaron aspectos comunes entre la locura y la creatividad, calificando este terreno como pantanoso, en el cual la creatividad puede devenir en locura o la “locura” en creatividad. Además, afirman lo observable, que se han diagnosticado y estigmatizado los comportamientos desviados, como locura, ignorando los profundos significados simbólicos y existenciales que esta “locura” pueda tener para las personas que los vivimos.

Entonces, ¿Cómo saber si el alimentar nuestras ideas más desacopladas, es locura como se conoce, o es el origen de nuestra genialidad?, ¿Cómo identificar si nuestras ideas más descabelladas son patológicas o simplemente incomprensibles debido a la profundidad subjetiva en la que nacen? La única manera de saberlo con certeza es: asegurarnos ejecutar esas ideas locas.

Considero que C.G. Jung sabía apreciar y aprovechar adecuadamente estos aspectos comunes entre locura y genialidad, ya que algunos de sus pacientes, a través de sesiones terapéuticas, aceptaron y desarrollaron su locura al punto de transformarse en psicoanalistas exitosos. Esto podría dejar evidenciado que se convierte en un paso necesario para el entendimiento y potenciación de nosotros mismos, el reconocer nuestra locura e identificar esos elementos creativos extraordinarios a los que únicamente podemos acceder a través de ella.

Te propongo identificar ese futuro que te apasiona, por muy diferente que sea, y acoger tu locura para hacerlo realidad. Te propongo volvernos locos, pero no totalmente, sino lo suficiente para ser felices. Te propongo la locura como alternativa a la cordura.

1 Mora, C. y Pinto, C. (2017). «Creatividad y locura: esa delgada línea.» Recuperado de: http://www.adepac.org/inicio/creatividad-y-locura-esa-delgada-linea-carolina-mora-y-carmen-pinto/